Óscar de la Borbolla
06/08/2018 - 12:00 am
La memoria del universo está en nosotros
Por supuesto, que en modo alguno creo la fatuidad de que se trate, ni para usted ni para mí, de una gran oportunidad, pero es una coincidencia que no deja de llamar mi atención, pues precisamente por fortuita, por improbable, por innecesaria es por lo que no termina de parecerme obvio que precisamente sí se dé: que nos hayamos encontrado.
La primera vez que topé con la idea de que el pasado completo, tal y como ocurrió: guerras y conquistas; amores y cataclismos; aleteos de mariposa y calamidades cósmicas: todo… había sido necesario para que yo existiera, fue leyendo El rey se muere de Ionesco. La idea me fulminó. Porque, en efecto, ahora sé que el cambio del factor más insignificante, habría conducido a un desenlace en el que yo no habría sido. Los sucesos más aberrantes y los más sublimes fueron necesarios para que yo viniera al mundo y hoy escribiera esto, y usted, lector, también viniera y leyera esto.
Dicho así, parecería que usted y yo somos necesarios, que la totalidad del pasado del universo se confabuló para permitir que naciéramos y, además, que hemos dado, desde que aprendimos a caminar, la serie de pasos exactos para llegar a esta cita en este texto; sin embargo, la verdad, habría podido suceder de otro modo, y usted y yo no estaríamos aquí, porque ni usted ni yo somos necesarios para nada: somos como cualquier otra cosa del universo: seres absolutamente contingentes, prescindibles, que podrían simplemente no ser.
Sin embargo, estamos aquí reunidos por un instante en este texto y eso parece mostrar, de alguna manera, que teníamos una cita. Saberme, por un lado, un eslabón de una cadena causal y, a la vez, totalmente prescindible, es lo que suscita en el personaje de Sartre de su novela La nausea, esa peculiarísima vivencia de absurdo. Yo conocí esa desagradable sensación existencial en mi adolescencia; ahora el absurdo se me ha vuelto una costumbre, quiero decir que aquella sacudida original se ha normalizado, diluido y, quizás por ello, me puedo preguntar por otro ángulo del asunto: la extraña cita que pareciera celebrarse en el presente con todos aquellos con lo que concurro y, en particular, con usted en este momento.
¿Qué significa esta coincidencia, esta oportunidad, dado que podría muy bien no darse?
Por supuesto, que en modo alguno creo la fatuidad de que se trate, ni para usted ni para mí, de una gran oportunidad, pero es una coincidencia que no deja de llamar mi atención, pues precisamente por fortuita, por improbable, por innecesaria es por lo que no termina de parecerme obvio que precisamente sí se dé: que nos hayamos encontrado.
En la filosofía clásica, Leibnitz, por ejemplo, en su Discurso de metafísica propone una concatenación de todo con todo, su tesis de la Armonía Preestablecida supone que hasta lo más secundario, los accidentes: el color de la camisa que uno usa, se relaciona necesariamente con aquellos que la perciben, y cuando Dios decidió crear el primero de los seres de los seres, simultáneamente se decidió también por todos los demás y por sus descendiente. En este panracionalismo los encuentros no son casuales, sino causales: todo se relaciona con todo y todo concuerda en ese mundo que, según Leibnitz, es el mejor de los
posibles. Ahí, ningún ser humano es contingente, todos son necesarios.
Entre el absurdo sartreano y la razón suficiente de Leibnitz no encuentro el punto donde ubicarme: ¿soy un desenlace fatal pero fortuito o soy un desenlace fatal pero necesario? En el fondo mi duda radica en el hecho, sea por una teoría o por otra, de que estoy aquí, aunque el orden que me trajo sea fruto del azar o resultado de la necesidad. Todo efecto -y lo soy y lo somos- contiene la memoria íntegra del pasado o, en otras palabras, vine a este instante a decir esto y usted a leerlo.
@oscardelaborbol
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